Composición y naturaleza en la filosofía del jardín japonés
Muchas veces, el jardín japonés nos da la impresión paradójica de ser todo lo contrario a un jardín, pues ahí parece manifestarse una naturaleza prístina y, por eso mismo, carente el diseño necesario para que algo pueda ser llamado jardín. Sin embargo, esto responde a la relación particular que el jardín japonés mantiene con la naturaleza, algo que se ve en los principios fundamentales que guían su diseño.
En Occidente, si miramos por ejemplo el jardín de Versalles, estamos acostumbrados a ver simetrías rígidas, patrones geométricos, y topiarias que asemejan objetos muy distintos a los árboles que las componen. Eso ha formado nuestra idea de qué es lo que es un jardín. Pero, por otro lado, el jardín japonés se caracteriza por la ausencia de estas formas. Más bien, el jardín japonés consagra un respeto por el material, por la piedra o el árbol concreto que sirven al jardín como sus elementos compositivos, y también busca respetar al lugar donde el jardín está situado.
Según esta filosofía, el diseño se determina luego de descubrir el potencial estético del material. No es, como en occidente, algo concebido de antemano, de ahí que a veces se llame a este aspecto del jardín japonés «la estética del descubrimiento».
Todo comienza desde la observación: al arreglar piedras primero se escoge la piedra principal observando con atención sus características esenciales, y luego se compone el arreglo de las otras piedras en complemento con esta piedra principal.
Uno de los principios fundamentales que guían al jardín japonés, escrito primero en el tratado Sakuteiki (siglo XI) por Tachibana no Toshitsuna, es el de «kowan ni shitagau», o «seguir la petición». Según Toshitsuna, en el jardín japonés se trata de «satisfacer el estado emocional que la piedra exige». Por eso mismo, el jardinero japonés debe ser bueno escuchando lo que el jardín «pide» de él, y modificarlo de acuerdo a esto, «siguiendo» el diseño sugerido por los árboles y las rocas.
Hay en eso también una sugerencia de abandonar la pretensión de artificialidad, escondiendo la mano del jardinero. Toshitsuna dice que las piedras deberían ser dejadas «como si hubiesen sido olvidadas allí», y un riachuelo debe carecer de cualquier «aire de artificialidad». Se trata, en ese sentido, de disimular el esfuerzo de que aquello fue un diseño intencionado.
Esto no significa, por supuesto, que los jardines dejen a la naturaleza sin modificar. De hecho, la poda tiene un lugar muy importante en la manera en que los jardineros diseñan un jardín, y se requiere de una poda meticulosa para lograr el efecto deseado. Es en la poda como con las piedras: la forma deseada al podar un árbol está definida por las cualidades escénicas inherentes a ese árbol, es decir, de acuerdo a la forma de aquel árbol en particular y de acuerdo al lugar en particular donde ese árbol está plantado. Al podar se eliminan los materiales juzgados como inesenciales o que se desvían de la forma esencial del árbol, tratando de con ello dar espacio a que éste se forme clara y coherentemente. Se destila así una esencia. No se trata, en ese sentido, de modificar la naturaleza presente allí, sino de mejorarla a través de un diseño selectivo.
Así, finalmente, podríamos decir que si bien el jardín japonés no abandona del todo una intención formalista, ya que estima que hay una «esencia» de cada cosa que puede llegar a mostrarse, su filosofía tampoco es representacional, pues intenta evitar llevar al jardín representaciones humanas que poco tienen que ver con lo que hasta entonces vivía ahí. En ese sentido podríamos decir que, si en un jardín japonés se representa algo, esto no es un concepto ni una figura literal, sino un cierto efecto escénico o emocional. Dicho efecto escénico se logra prestando atención al ambiente del jardín. De esta forma, si el jardín está emplazado cercano a una alta montaña, eso inspirará al jardinero el diseño de jardines oscuros, un río sinuoso incitará jardines gentiles y pacíficos, y una cascada sugerirá dinamismo.
Este interés por evadir la intervención humana, por lograr que los objetos se muestren «en sí mismos», hunde profundamente sus raíces en las filosofías Shinto y Zen, cuya influencia será el tema del siguiente artículo.